Chilapa ya no es el pueblo donde creció mi abuela
Crónica de una tradicional fiesta decembrina.
Chilapa ya no es el pueblo donde creció mi abuela, sus calles híbridas son una mezcla entre la tradición y la modernidad, entre la aculturación y el arraigo. En el camino quizá no han cambiado muchas cosas, desde la urban que se aborda en Chilpancingo y que va recorriendo los poblados que tejen el camino hacia la montaña, las mismas cactáceas y bugambilias siguen bordando la vista durante la temporada invernal donde la temperatura desciende y refresca por la mañana.
Después de alrededor de hora y media de camino, llegamos a la comunidad donde todas las calles revientan de colores y de gente. No recuerdo la primera vez que fui a Chilapa, pero sí recuerdo que han sido pocas y cada vez espaciada por varios años. Lo que para otras personas es lugar de encuentro dominguero para pasear en la plaza, para mí es un vacío que cada vez genera más preguntas y menos respuestas. Pero también es ese lugar que me hace sentir cerca de lo que soy y de las cosas que escribo.
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Un fin de semana de fin de año emprendí el viaje desde la periferia donde tengo meses viviendo, llegar a cualquier parte supone una gestión de tiempo extraordinaria en un puerto cuyas calles abandonadas se traducen en tráfico intenso a todas horas. La terminal de autobuses anunciaba las hordas que se aproximaban al puerto por las fiestas decembrinas. Llegamos a Chilpancingo con el fresco de las ocho de la mañana, caminamos entre los ríos de gente que suben y bajan las calles. Apenas unos tacos mínimos donde la salsita verde nos vuelve a la vida para seguir la ruta. Alcanzamos la urban que ya escalaba los cerros atestados de casitas. El paisaje parece no haber cambiado mucho en estos años, excepto por los Oxxos que se apuestan en las orillas de los caminos, y los retenes de la policía municipal a la entrada y la salida de Tixtla, todo parece inamovible.
"Pero también es ese lugar que me hace sentir cerca de lo que soy y de las cosas que escribo".
El cansancio de los días de viaje previo me cobró factura y llegué dormida al que fue el pueblo de mi abuela. La urban nos dejó frente a la fuente de Eucaria Apreza. Sorteamos los puestos de palma que anunciaban las fechas decembrinas en todos los ornamentos elaborados con la creatividad de los artesanos, coronas, esferas, piñatas, flores de noche buena se mezclan con las figuras de tigres de Zitlala, las canastas, los tapetes y las figuras elaboradas con carrizo, palma, madera y hojas de totomoxtle.
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Llegamos caminando hasta el zócalo donde las luces interrumpen la belleza del paisaje natural, nochebuenas apostadas en las jardineras y detalles de palma se suman al paisaje, porque no basta el calendario, es necesario anunciar la llegada del invierno con infinidad de luces a todas horas y por todas partes. Desde la calle de enfrente se aprecia el candelabro de cristal egipcio que ostenta el centro de la población, el contraste es enorme entre la iglesia y los votos de pobreza que habitan en las calles. Como en la mayoría de las comunidades originarias, en el centro convergen los edificios que encierran los poderes locales, la iglesia y el pueblo.
Las aceras enmarcan el empedrado que comparten caballos, bicicletas y motos, este último trasporte que ha popularizado su uso en la población. La primera parada para el pozole nos enfrenta a las puertas cerradas por la fiesta de la Virgen. El taxi nos lleva de vuelta al centro, donde las puertas de El Fuerte se encuentran abiertas para dar de beber a los sedientos, en el interior, la cantina “Quita Penas” es oasis de mezcal y de cerveza para los enfiestados. Mientras departimos y brindamos con mezcal, en la tele se disputa la final del mundial, las apuestas se dividen entre Argentina y Francia, llegamos a la ronda de penales y celebramos por la oportunidad de coincidir en ese espacio después de meses de planear y suspirar por un buen plato de pozole verde.
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Luego de recuperar las fuerzas, regresamos los pasos hasta el mercado que vestido de domingo se extiende hasta en las calles aledañas donde los puestos despliegan mercancías que viajan de diferentes comunidades del Centro y la Montaña. Recorremos los pasillos atestados de huipiles, puestos de frutas, comida, ollas de chilate, cobijas, sillas, ollas de barro, rebozos y trajes regionales. A la una de la tarde decidimos darnos un respiro para llegar frescos al recorrido que en primera instancia es el motivo que ha guiado nuestros pasos. Para las cuatro, la casa de Angélica bulle con los preparativos. Despistada como soy, olvidé empacar cualquier provisión, gracias a Angs, a la blusa que encontramos en el mercado, y al mezcal, pude sumarme al recorrido que en honor de la virgen de Guadalupe organizó el barrio de la Villa, cuyo comité se organiza durante un año para realizar eventos y recaudar dinero para costear los gastos, además de los donativos y las cooperaciones, porque la comunidad se nutre de comunidad y de los ejercicios de reciprocidad de sus integrantes.
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Para conmemorar a la Virgen de Guadalupe, estandarte principal de su fe, cada barrio organiza una fiesta que conmemora a lo largo del año, a la que se suman los demás barrios, a la fiesta que se vuelve la procesión, cada uno suma un coche adornado con papel picado y escenas que representan el encuentro en el Tepeyac, además de las bandas que llegan desde Topiltepec, Tepehuisco, Nejapa y Ayahualulco y las comparsas donde no falta el baile y el mezcal. En esta verbena asiste gran parte de la población, pero son principalmente las mujeres, vestidas de acatecas o con el traje de San Jerónimo Palantla, quienes toman las calles apenas cae el sol de la tarde.
Sobre la calle de La Estación y las principales avenidas se apuesta la gente fuera de las casas y negocios dispuesta con bancas y sillas para ver pasar el cortejo y sumarse a la fiesta, para brindar con el mezcal e incorporarse de vez en cuando a la alegría que despierta el baile. Después de que por dos años de pandemia no se realizara el convite, y donde la única que salía a recorrer las calles era la banda acompañando a la figura de la Virgen. En 2022 se ha retomado esta tradición con el júbilo que nace en el reconocimiento de las tradiciones que alimentan a las comunidades y sus prácticas ancestrales. El punto de salida se vuelve punto de encuentro, la iglesia del Barrio del Calvario, donde las últimas en llegar son las mojigangas, que se suman a la fiesta que ya ha iniciado en la cancha principal que, después de las premiaciones a los mejores trajes, se prepara para el baile que amenizará una banda traída de fuera y que seguirá por horas, hasta la madrugada.
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Al día siguiente, con las secuelas de la fiesta haciendo estragos en nuestra corporalidad, arrastramos el cansancio hasta el tradicional puesto de chivo en barbacoa, donde el caldito nos renueva el ánimo y las energías. Después del chivo, recorremos con alegría renovada las apretadas calles adornadas con papel picado, sobre algunas paredes se observan coloridos murales que festejan en sus trazos las principales fiestas de la comunidad, muestran las máscaras de tigres entre la milpa y el maguey, se mezclan con los bordados tradicionales. Los diferentes negocios ofrecen a la población diferentes servicios y productos, desde las tradicionales panaderías hasta las tiendas de aparatos electrónicos y las grandes cadenas que en reducidos espacios han forzado su entrada dentro de la economía local.
Caminamos hasta la panadería porque uno puede salir de Chilapa pero el gusto por el pan de Chilapa nunca sale de uno. Mientras compramos nuestras provisiones, el aroma me trae un pensamiento, mi abuela recorriendo esta geografía tan particular, con su canasto sobre la cabeza, como solía hacerlo cuando regresaba a su pueblo, después de casada, y llenaba las canastas con los productos del mercado para alimentar a la prole, como solía hacerlo cuando ya vivía en la casa de mi abuela Sabina, ubicada en uno de los barrios tradicionales del puerto que habitó con mi abuelo y sus nueve hijos, e iba todos los días al mercado de las Crucitas.
Es lunes, y por la tarde nos espera otra fiesta, esta vez festejamos por los tres años de Rodrigo y Christian, quienes vestidos de San Miguel Arcángel y de San Rafael, le pegan, felices, a la piñata de tigre de Zitlala. El camino de regreso se extiende sobre la nostalgia de volver los pasos por entre las calles distintas que habitan en mi recuerdo. La tarde cae sobre las montañas y la noche nos sorprende esperando el autobús de paso que nos devolverá al puerto. La angustia por llegar y encontrar transporte me mantiene despierta, como dije al inicio, habitar las periferias tiene sus complicaciones. El precio del colectivo se ha incrementado a pesar de los anuncios de las autoridades que dicen que no ha sido autorizado. Al final pasa la urban que me deja a unas calles de la casa.
Este par de días me hacen reflexionar entre la felicidad y la preocupación, entre la tristeza y la rabia, el fin de año me permitió recorrer parte de mis recuerdos de infancia, pero también observar de cerca la dualidad que desde hace años azota a las comunidades de la Montaña, una de las constantes a la que se enfrenta Chilapa, que en estos últimos años navega entre la tradición y la violencia. Ante el incremento del narcotráfico y el abandono de cualquier autoridad, ha decidido organizar sus propios espacios de resistencia y a pesar de las tragedias cotidianas, hacer de la fiesta, de la comunidad, de la fe y de la alegría, sus principales bastiones de resistencia.
Por Astrid Paola Chavelas.
Fotos: Miguel Benítez.