Chicatanas
Un cuento de Emilio Omitlahtoa.
Esta mañana al levantarme y salir al patio noté con sorpresa dos intrusas que caminaban en mi patio, eran dos chicatanas. Sin meditarlo corrí a casa tomé el primer bote de plástico que encontré en la sala y salí al poste de la esquina donde encontré otro par de las ya mencionadas “hormigotas”, tomé camino rumbo al boulevard persiguiendo a tan suculento platillo.
Tan intempestivamente salí que no me percate de las miradas de las personas que me observaban. Tratando de que no me importara proseguí mi casería, las miradas se hicieron de recelo, desconfianza y tal vez odio, si, odio a los desconocidos a los que no son parte de tu microcomunidad que formaste por seguridad o tal vez miedo.
Analicé mi recorrido por toda la colonia Obrera, las miradas de desconfianza iniciaron en la Primaria Nicolás Bravo. Ahí hace algunos días un hombre siguió y hostigó a Yesy, serían como las 7 de la tarde cuando se dio ese hecho. Después subí por la calle Reyna Xochit, en esas calles asaltaron a un chico y recientemente trataron de robarse una camioneta. Llegué a la calle que conecta a Bocanegra, antes era una barranquita, la calle de la tortillería así la conocíamos los de mi rumbo, fue ahí donde sentí las miradas más pesadas de los vecinos que me observaban, desgraciadamente ahí habían asesinado en diferentes ocasiones a jóvenes, no puedo describir la sensación que me causo la situación, mostraba mi botecito y levantaba cada chicatana que encontraba a razón de que no desconfiaran de mí.
Inicié el recorrido a casa, observé como otros niños recogían chicatanas y me dieron ganas de correr junto a ellos y compartir mi experiencia, competir a ver quién llenaba su bote primero… recordé que en esa calle habían secuestrado niños en anteriores tiempos.
Con demasiada tristeza proseguí mi camino, qué tanto daño nos hemos hecho como humanidad, como colonos, que la misma indiferencia te hace cómplice de los hechos y te conviertes en atacante. Mi mente inició con la letanía tan recurrente en estos tiempos ¡Maldito gobierno!, ¡Maldito sistema!, ¡Maldita corrupción!, ¡Sólo busco chicatanas!...
Sin embargo, el gobierno, el sistema lo creamos todos, la clave es la educación que le damos a nuestros hijos, si los conducimos en un ambiente de paz y amor en nuestros hogares, tendremos una sociedad pacífica y solidaria, en casa se da la educación y en la escuela se dan las herramientas necesarias para subsistir y convivir en sociedad, los padres somos los responsables de tan criminal situación en nuestro querido Chilpancingo.
En ese momento me di cuenta que también yo temía de ellos, al llegar junto a las canchas del centro de salud de la Bella Vista, vi a varias señoras y muchas chicatanas, muchas, muchas, pero desistí, ni siquiera me di la oportunidad de acercarme, por temor más que pena. Yo soy parte del problema, le temo a una sociedad a la cual pertenezco, tuve la intención de saludar a cuanto vecino encontré, ningún saludo salió de mi garganta, me sentía ajeno a mi colonia, inseguro en mis calles.
Fue cuando salió de su casa una agradable señora, me pregunto si recogía yo chicatanas, le mostré mi botín, se puso a platicar conmigo, con gusto le respondí todas las preguntas que me hiciera, donde vivía, quiénes eran mis padres, cual era mi nombre… me desinhibí por completo, era tiempo de cambiar “Si queremos cambiar al mundo debemos empezar con nosotros mismos”. Platique con ella sin saber quién era; mi sorpresa fue que ella me reconoció, cuando yo era niño ella era amiga de mi mamá, ¡Qué gran alivio! Aún nos conocemos en esta vorágine de vida que llevamos.
Al llegar a casa noté mi bote a medio llenar, me senté en las gradas de doña Bety, recordé cómo hace algunos años, en las primeras lluvias, salía corriendo al poste de la esquina, donde ya había muchas chicatanas, veía con alegría que mis vecinitos ya esperaban mi arribo. Desde la calle Florida salían varios niños, de la Barranca del Coro, corría el Quirí, el Rubén, el Chivo, el Cepillo, el Guadaña, de la parte de abajo nos encontrábamos al Rolis, al Carlangas, todos competíamos por llenar nuestros botes de chicatanas, íbamos a las canchas de la primaria; por que los focos de ahí llamaban a tan preciado tesoro, ahí nos encontrábamos con los vecinos de abajo, grandes y chicos, niños que compartían nuestro espacio, todo era algarabía.
Muchos de nosotros no sabíamos para qué recoger esas hormigotas, muchos las ponían a pelear y se hacían grandes torneos de lucha de chicatanas para sacar a sus campeonas. Por cierto, el Arístides siempre lloraba cuando perdía, la fiesta se prolongaba todo el día, porque sería el único día que saldrían nuestras amigas combatientes (o eso pensábamos en ese tiempo).
En el transcurso del día otros llevábamos nuestras chicatanas a nuestra mama o abuelita, en mi caso le llevaba mi dote a mi mami (así le decía a mi abue) quien, hacia una rica salsa de molcajete con las chicatanas, que acompañada de unas tortillitas salidas del comal coronaban tan hermosos días.
Sentado en esa esquina de mi colonia, comparaba esos tiempos a treinta años de distancia, con nostalgia y preocupación observaba esas calles hoy pavimentadas, con muy pocos árboles. Recordé el gran amate que estaba en la casa del Rafa, el ciruelo de la parte de arriba, no hemos aprendido a convivir con la naturaleza y estamos pagando el precio… ¡Ya no hay muchas chicatanas en la Obrera!
Llegando a casa abracé a mi esposa, me preguntó cómo me fue en la cacería de esta selva de asfalto; yo, el macho alfa le mostré con orgullo las presas capturadas (Aunque los niños que me encontré llevaban más chicatanas que yo, ¡pero ella no lo sabía!). Juntos en esa fresca mañana nos dispusimos a hacer esa salsa que aprendiera de mi mami, y que, acompañada de un rico y aromático cafecito de la montaña de Guerrero, nos sabia a recuerdos, alegrías y esperanza.
Foto: Emilio Omitlahtoa.